“Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado hacia el cielo”
Evangelio según S. Lucas 24, 46-53
Dijo Jesús a sus discípulos: «Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto». Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.
Meditación sobre el Evangelio
S e les va al cielo. Vuelve al Padre, de donde salió (“Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre” —Jn 16,28—), pero llevando en sí mismo nuestra naturaleza humana, elevándola hasta lo más alto: la sienta a la derecha de Dios Padre (Mc 16,19; Col 3,1; Heb 1,3). Se hizo hombre para al hombre hacerlo Dios.
Humanamente, con criterios de este mundo, su vida no ha sido un camino de rosas, como ya anunciaran los profetas, y trabajo le costó ir preparando a sus discípulos para el tipo de reinado que es el suyo. Tardaron en aprenderlo, y los discípulos de todos los tiempos lo hemos de aprender: “Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10,45); “En mi reino, quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9,35).
Pero divinamente, su vida fue el camino perfecto para devolver la alegría perdida al Padre y a la Humanidad: “Todo está cumplido” (Jn 19,30). Nos dejó claro el porqué de esta su primera venida: “No he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo” (Jn 12,47; 3,17). No ha sido para acusar y echar en cara, sino para desenmarañar de ramajes, malas hierbas, arbustos y espinos el camino al Padre, que estaba cubierto y perdido por el pecado viviendo el hombre para sí mismo individual y colectivamente, olvidando al Dios que lo creó y desentendiéndose de sus semejantes. Cristo mismo se constituyó ‘camino’: con su amor entregado a la voluntad del Padre ha matado el pecado y la muerte y nos ha dado vida eterna, y hecho posible que, andando por ese mismo ‘camino’, la podamos llevar a nuestros hermanos que la esperan, muchos sin saberlo; y esa es la Verdad (“Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí” —Jn 14,6—). Lo ha despejado y limpiado y señalado para conversión y regreso del hombre a Dios. Y en esto consiste la conversión: Dios es Padre mío y Padre vuestro, y todos, pues, sois hermanos, hijos del mismo Padre; por lo tanto, amaos, amad (cf Jn 20,17; Mt 23,9; Jn 13,34). Vosotros sois testigos de cómo he vivido, hablado, actuado. Disponeos, pues, para ser colaboradores míos (“Quien a vosotros escucha, a mí me escucha…” —Lc 10,16—. “Todo lo que atéis en la Tierra quedará atado en los cielos…”—Mt 18,18— ), viviendo cuanto os he enseñado. Y os conviene que yo me vaya, porque así como es necesario a los hijos madurar sin la presencia física de sus padres, así a vosotros sin mí. Sin embargo, “sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20), aunque no en forma visible. Me tendréis en mi Palabra. Cuando dos o más os reunáis en mi nombre. También como alimento y presencia oculta en la Eucaristía.
Y en vuestro corazón, morando con el Padre, si cumplís mi Mandamiento. Pero es que, además, os enviaré lo que el Padre prometió, el Espíritu de la Verdad, el Paráclito, el amor del Padre a mí y mío al Padre, para que habite en vuestros corazones y así os améis entre vosotros y a todos con ese mismo amor, desconocido para el mundo, pero inmensamente gozoso para aquellos de buena voluntad que acepten vivir mis enseñanzas, las que vosotros, movidos por él, extenderéis por doquier con vuestra forma de vivir y con la palabra. Él os revestirá de la fuerza que viene de lo alto, porque sin ella todo esto os sería imposible. Pero con la fuerza de Dios, con el amor de Dios que es su Espíritu, todo os será posible, porque Dios lo puede todo (Qué perfecta y preciosa junta hacen el Todo y la nada cuando el que es nada se deja en manos del que es Todo, del que todo lo puede, del Todopoderoso: “El Poderoso ha hecho obras grandes en mí, porque ha mirado la humildad de su esclava” —Lc 1,47-50—). Con él seréis mis manos, mis pies, mi sonrisa, mi boca para hablar, mi corazón para amar…
Ahora os bendigo y os envío: ¡¡Ánimo, adelante, que yo he vencido al mundo; igual vosotros!! El mismo Padre os ama y guardará cada cabello de vuestra cabeza. Alegraos por ello y proclamad todas las maravillas que habéis visto, vivido y aquellas que aún viviréis. Veréis florecer y reverdecer los desiertos, las tierras áridas, y de las piedras brotar hijos para el Padre. Por eso, ¡¡alegraos!! Y comenzad por Jerusalén, la ciudad de David, capital de mi pueblo, objeto de las promesas divinas.En esta explosión de amor se les fue yendo al Cielo, llenándose ellos de tal alegría y agradecimiento que les impulsaba a ir al templo a bendecir y alabar a Dios a boca llena.
Se cierra de esta manera el círculo de alabanzas. Primero, desde el Cielo, en su venida a la Tierra, una legión del ejército celestial alababa a Dios (Lc 2,13). Ahora, los suyos, desde la Tierra, lo bendicen y alaban con motivo de su partida al Cielo. Ese ciclo queda así completado: “A cuantos lo recibieron, les dio poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre” (Jn 1,12); “Porque la razón por la que el Verbo se hizo hombre, el Hijo de Dios Hijo del hombre, es para que el hombre […] se convirtiera en hijo de Dios” (San Ireneo de Lyon); “Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios” (San Atanasio de Alejandría); “Porque el Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres” (Santo Tomás de Aquino) —Catecismo de la Iglesia Católica, 460—. Y es que… “¡¡Gloria a Dios en el Cielo, y en la Tierra paz a los hombres de buena voluntad!!”.
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