“No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas; no he venido a abolir, sino a dar plenitud”
Evangelio según S. Mateo 5, 13-19
Dijo Jesús a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos. No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. En verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres, será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe, será grande en el reino de los cielos».
Meditación sobre el Evangelio
Los cristianos han de ser como la sal; la sal sazona la comida, y los cristianos al mundo, dándole sabor de caridad. Donde caiga un cristiano, fábrica, oficina, círculo, amistades, los sala; a cualesquiera que se encuentran meses con él, se les ha ido pegando su sabor, reflexionan, operan con un sentido de caridad y una idea de Dios Padre. Cristianos que no son caridad, son como sal estropeada, ¿a quién van a salar? Sólo sirven para la basura.
Luz del mundo es Jesús, luz los seguidores suyos. En las palabras y en las obras. Los hombres buscan la verdad, mas no saben dónde está. Cuando se les descubre, la de Cristo que es la única (el amor de hermanos y la esperanza filial), resplandece con tal brillo que los ojos no dudan, y exultan a su fulgor: «Los que estaban sentados en sombras de muerte vieron una gran luz». Al contemplar a los cristianos resplandecientes de caridad, amadores unos de otros y de todos, solícitos con el mísero, sin envidia, grato su conversar e inalterable su fidelidad, más seguro socorro en tu tribulación que los de tu familia, prorrumpen los de buena voluntad en alabanzas al Dios que creó tales hombres, al Padre que engendró tales hijos.
Sin caridad, tomarán a risa y a chacota tu religión.
Seréis contemplados como ciudad en el monte; mirad que vuestras obras sean tales que convenzan. Destinó Dios a los cristianos para que los mirasen como pueblo edificado en la cima; no nos hizo cristianos para nosotros solos, sino para ser lámpara que ilumine a todos los de alrededor. Cuando ven la caridad exclaman: Es la verdad, esa es la luz, la esperábamos en la noche y ha llegado. «Vuestro Padre el de los cielos». Constantemente presentará Jesús en su programa esta verdad: Dios es vuestro Padre. Verdad primera y fuente de todas, origen de nuestra dicha y de la de Jesús, razón de la caridad, causa y objeto de nuestra esperanza, centro de nuestro culto, inacabable delicia de nuestro corazón; porque es Dios Padre, porque es Dios Amor, porque es la Fuente- Amor.
Viene a cumplir la ley, ¿cómo?, cambiándola. Esto no lo expone demasiado claro para no producir una estridencia que perturbase algunas buenas voluntades. Si lo hubiese proclamado desnudamente, habría sido como principio un choque demasiado violento para muchos, que de otro modo poco a poco se entregarían.
Jesús venía a caducar la ley antigua. Manifiestamente declara que sustituye la alianza vieja por la nueva, «cáliz del nuevo testamento», y que «no se guarda el vino nuevo en odres viejos». Igualmente San Pablo que entiende esta sustitución como una idea fundamental del cristianismo: «Envió Dios a su Hijo, sometido a la ley, a fin de que (saliendo del régimen de esclavos) recobrásemos la filiación» (Gal 4, 4). «Son dos alianzas; la una del monte Sinaí, que engendra para la esclavitud; la otra de la Jerusalén de arriba, que engendra hijos» (Gal 4, 23, 26,28). «No somos hijos de la esclava, sino de la libre»; «la esclava es la ley, la libre es la fe».
Pero instituir la nueva ley es cumplimentar la vieja. ¿En qué sentido?, en que la vieja fue preparatoria de la nueva, y decretada en todas la páginas su desembocadura en la fe de Cristo. Así que terminarla es darle cima: «Por medio de la ley, morí a la ley, para vivir a Dios» (Gal 2, 19).Ya no basta la virtud que enseñan los teólogos de la ley; con esa virtud no entraréis en el reino de los cielos. El reino de los cielos es la vida para los hombres que quiere Dios en la tierra, a partir del Mesías; es el evangelio. Hasta entonces se tamizaba muy poco en esto y en lo otro: «Hasta ahora se dijo, pero yo os digo». Únicamente los que toman la forma nueva, esa vitalidad de fe y caridad que Cristo trae, pertenecen al reino; pero los que se contentan con la virtud que enseñan y practican los escribas y fariseos, los moralistas y austeros de entonces, no entran en el reino de los cielos.
La palabra de Dios ha de cumplirse, y no corresponde a veleidades de épocas ni a caprichos de hombres cambiarla; imposible reformarla, tan imposible como cambiar el cielo y la tierra. Por eso toda línea de la antigua ley se hubo de mantener hasta su cumplimiento. Las disposiciones de Dios en su Ley, sea la antigua mientras vigía, sea la nueva, por pequeñas que sean han de observarse. Quien a su talante tomase ésta sí ésta no, ése no es del reino de Dios, quien tomase las importantes y desechase las menudas, ése vale poco en el reino. El reino de Dios es fe.
Tanto más de Dios cuanta más fe; totalmente del reino cuando hubiese fe total; pequeño y comino, cuando fuese pequeña y comina la fe. Pequeña fe la de aquel poco amor que se contenta con valorar y cumplir las cosas de bulto.
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