“¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. HA RESUCITADO.”
Evangelio según San Lucas 24, 1-12
El primer día de la semana, de madrugada, las mujeres fueron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado. Encontraron corrida la piedra del sepulcro. Y, entrando, no encontraron el cuerpo del Señor Jesús. Mientras estaban desconcertadas por esto, se les presentaron dos hombres con vestidos refulgentes. Ellas quedaron despavoridas y con las caras mirando al suelo y ellos le dijeron: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. HA RESUCITADO. Recordad cómo os habló estando todavía en Galilea, cuando dijo que el Hijo del Hombre tiene que ser entregado en manos de hombres pecadores, ser crucificado y al tercer día resucitar». Y recordaron sus palabras. Habiendo vuelto del sepulcro, anunciaron todo esto a los Once y a todos los demás. Eran María la Magdalena, Juana y María, la de Santiago. También las demás, que estaban con ellas, contaban eso mismo a los apóstoles. Ellos lo tomaron por un delirio y no las creyeron. Pedro, sin embargo, se levantó y fue corriendo al sepulcro. Asomándose, ve solo los lienzos. Y se volvió a su casa, admirándose de lo sucedido.
Meditación sobre el Evangelio
Habían colocado con presteza el viernes el cuerpo de Jesús en el sepulcro de José de Arimatea; era el día de la Preparación y estaba a punto de empezar el sábado, día sagrado en el que ya no se podía realizar trabajo alguno. Este comenzaba para los judíos al caer la tarde del viernes y terminaba al anochecer del sábado. Con las prisas, solamente lo habían podido envolver en una sábana sin dar tiempo a más (Mc 15,46). Bien se fijaron María Magdalena y las demás mujeres, guiadas por la finura de su amor, del cariño y agradecimiento inmenso que sentían por Jesús, dónde lo habían puesto (Mc 15,47) para ir a embalsamarlo con perfumes y aromas lo más pronto posible la mañana del domingo, primer día de la semana, que ya sí se podía trabajar. Fueron al alborear el día con la preocupación de cómo correr la gran piedra (Mc 16,3) con la que habían sellado el sepulcro la tarde anterior, y se encontraron con que la piedra ya estaba corrida y no estaba el cuerpo del Señor… Y otra gran sorpresa añadida, la aparición de dos hombres con vestidos refulgentes (no eran de este mundo). Del miedo que tenían bajaron sus miradas. Ellos les dijeron que por qué buscaban entre los muertos al que vive…
Estos hombres, estos ángeles, les refrescaron las palabras que Cristo había dicho en distintos momentos anunciando cuanto iba a suceder. ¡Cuánto el amor se vuelve maestro para preparar, enseñar y conducir poco a poco a sus amados ante situaciones tan adversas que habrán de vivir y sufrir…! El amor mitiga el sufrimiento de los amados. No han de sufrir más de lo imprescindible para la obra magna que les prepara. Así hizo el Padre con Jesús en la cruz, que hasta el mismo Pilato, que entendía bastante de muertes violentas y crucificados, se sorprendió de que hubiese muerto tan pronto (Mc 15,44-45). Así Jesús con ellos, anunciándoles por tres veces lo que iba a padecer para que, cuando sucediera, no se desanimaran ni abandonaran, sino que creyesen más aún en él al ver que todo lo sabía con anterioridad; de esta forma ellos padecerían menos que si les viniera todo bruscamente, por sorpresa. Nuestra naturaleza caída es más proclive a quedarse y fijarse en sufrimientos que en buenas noticias. No entendieron ese ‘resucitar’ que les anunció Jesús ni quisieron preguntar en su momento nada al respecto por temor; no estaban aún preparados para un reino que nada tenía que ver con esquemas mundanos, y de eso se trataba, de irlos preparando progresivamente. Las mujeres creyeron a los dos hombres. Fueron las primeras en comprobar y anunciar la resurrección. Lo hicieron a los suyos. Ellos, no obstante, seguían reacios y achacaban a delirio y desatino lo que era desbordante alegría que brotaba a borbotones de sus corazones. Pedro quedó tocado y fue a ver, volviendo admirado por lo que vio.
Ya había resucitado cuando ellas llegaron al sepulcro. El Padre estaba deseando y esperó lo mínimo para resucitarle al tercer día.El último enemigo a vencer, consecuencia del pecado original, es la muerte. Cristo vence a la muerte y abre el camino a cuantos quieran seguirle. Con el miedo a ella, el demonio tiene atenazado al hombre. Es el amor, el Evangelio que trajo Jesús, el vivir la caridad lo que disipa todo miedo, todo temor: “En esto ha llegado el amor a su plenitud en nosotros: en que tengamos confianza en el día del juicio… No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor…” (1Jn 4). Cristo resucitó, y su venida abrió definitivamente las puertas de nuestra propia resurrección, la de todo nuestro ser, cuerpo y alma. El alma va resucitando de la muerte para la vida de Dios viviendo el evangelio, que así vencemos en todo por aquél que nos amó y murió por nosotros. Vamos resucitando ya en vida, pasando del egoísmo al amor, dependientes de Dios nuestro Padre (“Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en la muerte” —1Jn 3—; “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre” —Jn 11—; “En verdad, en verdad os digo: el que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna, y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida” —Jn 5—). Lo que ocurre es que, mientras estemos en este mundo, tendremos luchas y tribulaciones (Jn 16). Nuestro cuerpo resucitará al final de los tiempos, en el último día, en un cuerpo glorioso como el suyo. Todos los hombres resucitarán: “Quienes hayan hecho el bien, para la vida; quienes hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5).
Es la resurrección de Cristo el culmen de nuestra redención. De ahí que sea atacada desde el mundo por corrientes de todo tipo, y lo que es peor, desde nuevas y falsas teologías, carentes de Espíritu, que la niegan por las claras o taimadamente comenzando por negar la autenticidad de los milagros de Jesús, introduciendo interpretaciones extrañas que nada tienen que ver con la verdad expuesta sencilla y claramente en las narraciones evangélicas. Ya previno San Pablo (2Tim 4) de que vendría un tiempo en el cual, apartando el oído de la verdad, los hombres, no soportando la sana doctrina, se fabricarán la suya propia a su antojo, rodeándose de maestros a su medida. Y San Juan advertía: “Queridos míos: no os fieis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo” (1Jn 4).
Negar la resurrección de Cristo es negar a Cristo y al Padre y al Espíritu Santo no entendiendo nada de amor ni de Dios, pues sólo “quien ama ha nacido de Dios y conoce a Dios y las cosas de Dios, porque Dios es amor” (cf 1Jn 4,7-8). Negar la autenticidad de los milagros de Cristo y de los evangelios es no tener el Espíritu de Cristo, estar en las tinieblas, tener los ojos cegados, imposibilitados para captar la verdad, lo cual lleva a inventar teorías y más teorías, magines y bordados intelectuales carentes totalmente de verdad y, por lo tanto, a provocar escándalos y perdición: “¡Ay de quienes provocan los escándalos! Al que escandaliza a uno de estos pequeños, más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar” (Lc 17).
¡¡Bendita vida la que nos ha traído Cristo!! ¡¡Bendito Jesús, en su nacimiento, vida, pasión, muerte Y RESURRECCIÓN!! ¡¡Bendito sea Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, fuente del amor que es la vida, que la da a raudales a quienes, con humildad, la reciben librándolos de la muerte eterna!!
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