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Sábado 9º T. Ordinario, Inmaculado Corazón de María 09-06-2018

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“Él bajó con ellos a Nazaret y estaba sujeto a ellos. Su madre conservaba todo esto en su corazón”

Evangelio según S. Lucas 2, 41-51

Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Éstos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén buscándolo. Y sucedió que, a los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. Al velo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados». Él les contestó: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?». Pero ellos no comprendieron lo que les dijo. Él bajó con ellos a Nazaret y estaba sujeto a ellos. Su madre conservaba todo esto en su corazón

 

Meditación sobre el Evangelio

Significativo episodio este que, como si de un oasis se tratara en medio del desierto de la parte desconocida de la vida de Cristo, nos narra san Lucas, el evangelista de María Santísima por excelencia.
Los padres de Jesús viven las tradiciones y costumbres de su pueblo Israel. Siguiendo esas tradiciones, a sus doce años Jesús se incorpora del todo a su pueblo. Había crecido llenándose de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él (Lucas 2, 40). Aprendiendo especialmente de su madre, creció también en oración, en intimidad con Yahveh, Dios, el cual se le iba dando internamente más y más, y él lo iba notando. Desde pequeños, los niños tienen gran facilidad para las cosas de Dios, para relacionarse con Él, y si sus mayores les escuchan atentamente, les atienden, enseñan y cultivan en ellos debidamente esa cualidad, mucha influencia y beneficios traerá para sus vidas; eso hicieron con Jesús José y María. Jesús preguntaría a sus padres.

María, siempre puesta en manos de Dios (“aquí está la esclava del Señor”), en algún momento lo conduciría por las palabras del ángel a ella en la anunciación. Y antes de la subida a Jerusalén, Jesús ya había recibido de Dios, en los a solas con él, conocer que era su Padre; que él era el Hijo de Dios hecho hombre… (Considere el lector esos momentos entrambos desde la humanidad de Jesús… la unidad de las tres personas divinas… los planes del Padre…). En esta idea, manifestación interna de su ser divino, iría progresando poco a poco, según que el Padre le fuese explanando su plan excelso conforme a su crecimiento y capacidad como hombre (“Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” —Lucas 2, 52—). Sentiría inquietud por dedicarse a las cosas de su Padre, por llegar al Templo… Algo comentaría con María y José en alguna ocasión, y por eso les responde así cuando le encuentran: “¿No sabíais (¿no recordáis que ya os había dicho…?) que yo debía estar en las cosas de mi Padre?”.

¡Qué viaje el suyo a Jerusalén! ¡Qué emoción entrar en la casa de su Padre! Todo nuevo para él. Todo lo observaría. Mil preguntas le surgirían con gran avidez de respuestas… Abundaban en los atrios del templo doctores que explicaban la Ley, los Profetas… (más adelante, esto mismo él hará para explicar su doctrina a quienes quisieren escuchar). Todo ello compondría un atractivo sin igual para él, y en un determinado momento, allí quedó con los doctores, a los que llamó la atención su talento y sus respuestas, pasándosele el tiempo sin sentir, sin calibrar… La respuesta a José y María incluía que ya su Padre celestial quería irle dando luces especiales y, sobre todo, alcance: tengo ya que hacer las cosas que mi Padre del Cielo quiere decirme. Y lo dice en presencia de su otro padre, José, a quien muchísimo quería.

Dios, de todas formas, es sorprendente, y Jesús también; y no siempre se le comprende; puede salir por donde menos esperamos, causándonos a veces un “buscar angustiados”, hasta que, como María, guardemos todo en el corazón mientras nos lo vaya haciendo comprender. De ahí el fiarnos siempre como ella de él.¿Cuáles eran las cosas de su Padre a las que debía dedicarse? Jesús, muchacho aún, pero con madurez en su trato con Dios, supo leer y ver en este acontecimiento cuál era la voluntad inmediata del Padre para él. La conocemos por su obrar, por cómo nos dice el evangelista que luego actuó: “Bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad”. Y nada más nos narran los evangelios al respecto, hasta que a sus treinta años sale a vida pública, cuando en su humanidad se habrá verificado un callado crecimiento, una preparación en lo escondido. Y algo importante nos quiere Dios enseñar con todo esto, cuando la mayor parte de su vida, la de “Dios con nosotros”, la pasa sin constancia escrita. Se hace hombre para ser nuestro modelo y camino al Padre, por lo que hemos de pensar que todo en su vivir constituye una enseñanza; hasta aquello de lo que nada sabemos. No podemos olvidar que él es, en todo, nuestro Maestro, en doctrina y en vida..

Y, efectivamente, así es. Dios quería que viviera en esos años una vida normal, sin bombo ni platillos, en el mayor anonimato. Y así se desprende de lo que cuenta el evangelio que decían de él al visitar, ya en vida pública, su ciudad de Nazaret: ¿No es ese el hijo del carpintero, que se ha criado entre nosotros como uno más, y del que no conocemos nada extraordinario ni en palabras ni en obras? ¿De dónde saca todo eso que dice? ¿Y esos milagros que hemos oído que hace? (Cfr. Mateo 13, 54-58, Marcos 6, 1-6, Lucas 4, 16-24).

Vivió en su casa, con sus padres. Viajaba, cuando tocaba alguna fiesta importante, a Jerusalén. Trataba con todos. Trabajaba. Tenía sus momentos de soledad, de oración. Con los acontecimientos y circunstancias que iban viniendo, que el Padre iba poniendo, permitiendo, iba aprendiendo a aceptar, entregarse y vivir filialmente la voluntad de Dios. Y en esa vida normal será donde el Padre le irá enseñando maravillas, sabiduría y espiritualidad supremas, y evangelio anticipado… como bellamente se capta en sus parábolas, con los pájaros, los lirios del campo, los granos de mostaza, los ganados de ovejas, etc., etc., llenas de sabiduría vivida, asimilada, con esa profunda plenitud de hacerse él carne; él, la Palabra del Padre… ! Y no podía ser de otro modo. Él mismo era su Evangelio viviente: “Quien es fiel en lo pequeño, lo será en lo grande”. Quien es fiel en lo oculto, donde nadie ve, lo será a la vista de todos. Quien se mantiene en la voluntad de Dios en lo pequeño e insignificante que se presenta a cada momento, haciendo lo que tiene que hacer, será fiel cuando haya, si las hay, grandes cosas por vivir… Cuanto enseñaba lo aprendió viviéndolo. Viviéndolo en la mayor naturalidad, invisiblemente a los ojos de las gentes, que es como se aprenden, asimilan y hacen carne propia las cosas espirituales, aprovechando las enseñanzas que traen consigo las vivencias visibles y tangibles. Su grandeza está en que vivía lo pequeño de cada día con entrega amorosa, de corazón. Así iba amando inmensamente al Padre y a los hombres.

A eso condujo el Padre a Jesús, a vivir por anticipado su propio Evangelio, su propia predicación que a los hombres llevará. De ahí luego su autoridad: “Las gentes estaban admiradas de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad, y no como sus escribas” (Mateo 7). Y así, de esta manera, nos muestra Dios cuál ha de ser nuestro vivir, de forma que cualquiera, esté donde esté, sea en China, España o Perú, en cualquier pueblucho, ciudad o aldea, sepa que aquí y allí puede hacer maravillas de santidad, aunque sean poco conocidas y poco sonoras (“cuando des limosna, que tu mano derecha no sepa lo que hace tu izquierda, y tu Padre, que ve en lo escondido, te premiará”), sin necesariamente tener que meterse en un convento, sin media hora de meditación, y sin ser más santos por hacer una entera. El que ama es santo.

El que más ama es más santo, aunque no esté en los altares. No tiene que salir nadie de sus casillas. La esposa tiene que ser esposa. El casado, con su mujer. Los padres, con sus hijos. Al barrendero tenemos que dejarle ser barrendero. El obrero, con su trabajo. El empresario, con su empresa para beneficiar a muchos. Y en esa sencillez de vida, amando al prójimo, haciendo el bien, es como se va amando a Dios. Porque la santidad consiste en hacer lo ordinario con un corazón extraordinario. Así es nuestra vida: la mayor parte, oculta. Porque ser hijo de Dios, como Cristo nos dio muestras, no consiste en hacer cosas extrañas ni rimbombantes. No sería Jesús el mejor carpintero del mundo, ni el peor… ¿En qué consistía, pues, su santidad? ¡En que amaba maravillosamente al Padre y a los hombres! En esa, y de esa naturalidad de vida, brotaba su suprema sobrenaturalidad.

Y María seguía creyendo a Dios, entendiera o no lo que iba sucediendo. Todo lo guardaba en su corazón, meditándolo, rumiándolo, aprendiendo maravillas de amor, bordados del Amor Infinito que iba luego mostrando a su hijo. Ella irá después aprendiendo de lo que el Padre a Jesús iba enseñando; porque los dos, una vez muerto José, necesitarán apoyarse para la Obra eterna que dejarán sembrada en la Tierra para siempre. Así irá siendo María la mejor discípula de Cristo. Ella irá teniendo intimidad total con Jesús en dolores, gozos, consuelos, preocupaciones, éxitos y fracasos. Por eso es corredentora con él.

Dios Padre la asocia del todo con su Hijo. ¡Qué gran asombro para ella cuando Jesús un día le dijera que él no solamente “sería llamado Hijo de Dios, Hijo del Altísimo” (palabras del Ángel en la anunciación), y que no solamente era el Mesías salvador, sino mucho más: que era Dios; Dios infinito hecho hombre; el Hijo que forma con el Padre y el Espíritu Santo la Santísima Trinidad; Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero… hecho hombre para dar la Vida a los hombres!

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