“Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu”
Evangelio según S. Juan 3, 5a. 7b-15
Dijo Jesús a Nicodemo: «Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu». Nicodemo le preguntó: «¿Cómo puede suceder eso?» Le contestó Jesús: «Y tú, el maestro de Israel, y no lo entiendes? Te lo aseguro, de lo que sabemos hablamos; de lo que hemos visto damos testimonio, y no aceptáis nuestro testimonio. Si no creéis cuando os hablo de la tierra, ¿cómo creeréis cuando os hable del cielo? Porque nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del Hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna»
Meditación sobre el Evangelio
Nicodemo fue un caso de los pocos que entonces respondieron bien o empezaron a responder. No se cerró a la verdad. Escuchó la llamada de los milagros y entreabrió la puerta a la fe. Fue en busca de Jesús: Reconoce que es el enviado del Padre para maestro de los hombres.Le habla de un nacimiento nuevo (algunos traducen «de arriba»; pero la idea es la misma); los hombres han nacido del hombre y conocen las cosas del hombre; hay que nacer de Dios para conocer el reino de Dios. El reino de Dios es el orden divino que instaura Jesús en la tierra para continuar en el cielo; es la vida que trae y enseña Jesús. El Espíritu posándose en nosotros incuba caridad. Cuando la caridad empieza, empieza a existir un hijo de Dios, pequeñito al principio; luego crece a medida que crece la caridad, que es el tamaño de los hijos de Dios.
Este hijo tiene un modo de entender que no es de hombre, no es con entendimiento natural; es con una luz que siendo suya, viene de arriba. Con ella discurre y entiende cosas que al mero entendimiento no le es dado alcanzar.Volver a nacer. No es un nacer de vientre de mujer, sino del corazón de Dios, que es el Espíritu. Quien ha nacido, siente una clarividencia que no tenía; una paz en la verdad, sin inquietud; unas reacciones ante los hombres, desconocidas de los meros hombres. Es del amor, posee un Dios Padre y experimenta su paternidad en la intimidad y cumbre de su ser.
Pasará un hijo de Dios: observarán que es hombre de quién fiarse, benignidad a quien acudir, perdón que esperar, generosidad, amparo de Dios y emergiendo siempre del peligro; entrevén el revoloteo de una realidad extraña y sorprendente. No saben de dónde viene, hacia dónde va; porque no captan el Espíritu.
Es el Espíritu como un viento que sopla dentro de los hijos de Dios; es su vida. ¿De dónde viene que ahora impulsa?, ¿a dónde va con este impeler o detenerse? El Hijo de Dios es un amor-fe, es un conducido por el Espíritu: «Los que son conducidos por el Espíritu, esos son los hijos de Dios» (Rom 8, 14); y lo sienten como se siente la respiración, la salud y la alegría, como se perciben los impulsos dentro. Dios nos envía su Espíritu, como el corazón la sangre.
Maestro de Israel, Nicodemo, no conocía estas cosas. ¡Cuántos siguen sin conocerlas, cuántos sin barruntarlas, aunque van adornados de ciencia religiosa! Jesús redobló su convicción para persuadir a Nicodemo: «Hablamos lo que sabemos». Da una entonación solemne a su aseveración; Jesús no dudaba; quien ha creído la palabra de Jesús, no dudará; no es soberbia de entendimiento, es certeza de fe. Querrán hacerle cambiar y no podrán; le tildarán de orgulloso y terco; pero es la verdad, y la verdad no cede. El verdadero está entregado a la verdad, no la traiciona; el soberbio está consagrado a sí mismo y no se apea; el soberbio ni ama a la verdad ni al prójimo; no está en la verdad, sino en sí mismo. Mientras el hijo de Dios ama a la verdad y al prójimo; no está en sí mismo, sino en el amor, que es la verdad.
Lanza Jesús un lamento, que será permanente en su vida y hasta hoy: «No recibís mi palabra». Testifica cuál es la voluntad del Padre, cuál el servicio de Dios; pero no lo aceptaron. Hoy muchos tampoco. Confiesan a Cristo, mas no reciben sus palabras; aseveran que sí, pero como los de su tiempo aseveraban que seguían a Moisés: «Si hoy viviese Moisés os condenaría» (Jesús); si hoy viviese Jesús, a cuántos que se dicen creerle, los rechazaría; no siguen su palabra, sino sus propias mentiras.Como para los israelitas mordidos de víboras fue salud dirigir la mirada a la serpiente de metal colgada de una estaca por Moisés, así Jesús, alzado a la vista del mundo, será salud para quien le mire. Jesús, empero, no es su figura externa, sino la salvación de Dios que viene en su boca, en sus obras y en su sangre. La doctrina de su boca y de sus obras, a quien la acepta, se le trueca en misericordia de Dios, merecida por su sangre.
Jesús está levantado a la faz del mundo por la voluntad del Padre y a él se convierten de continuo las miradas. Es preciso que esté en alto, porque así pueden oírle, escucharle, y quien quiera que le crea, obtenga la vida eterna.
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