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Domingo 2º de Pascua. Domingo de la Divina Misericordia 08-04-2018

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“¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto”

Evangelio según S. Juan 20, 19-31

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto». Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre

 

Meditación sobre el Evangelio

Los acontecimientos vividos los tenían embotados, desconcertados, desconfiados y temerosos; tenían miedo a los judíos y permanecían unidos. No habían creído a María Magdalena ni a las demás mujeres la noticia de la resurrección. Jesús, habiendo trascendido el tiempo y el espacio, de nuevo entra en ellos: “Se puso en medio”. Ante todo les trae su Paz, su sosiego, habiéndose cumplido ya toda escritura, y sabiendo cómo están. Y esto les llena de alegría. Insiste en la Paz que les trae, desde la cual los envía. Y en su cuerpo resucitado resplandece el amor.

Lleva las huellas, las señales del exponente máximo de su amor al Padre (habiendo perseverado en Su voluntad) y a los hombres (dejándoles su doctrina de amor y fe sellada con su propia vida), cual ha sido dar su vida en la cruz: sus llagas (“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” —Juan 15—), y se las muestra. Es lo que nos llevaremos de aquí en nuestro perseverar: el amor vivido, consumado, que es lo que deja huella y resplandor de vida verdadera en nosotros, de vida que será eterna, resucitados para el Paraíso. Hasta ahí llegar; hasta ahí desvivirse para que otros vivan; hasta ahí la divina Caridad; hasta ahí vosotros con la fuerza de mi amor, con mi Espíritu metido en vuestro sí de cada día; hasta ahí me envió mi Padre; hasta ahí os envío yo; no seréis vosotros, sino yo que habito en vosotros; por eso, al recibir mi Espíritu, mi forma de ser, que es amar, a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.

Por la razón que fuera no estaba con ellos Tomás. Jesús se les vuelve a aparecer a los ocho días y aprovecha para instruir a Tomás y a los demás. Es Tomás limpio de corazón, sincero; no oculta su sentir, lo expone, pero no basta la franqueza, la sinceridad; es necesaria la fe, la que no necesita demostraciones para creer; la fe limpia y llana; la adhesión del corazón. Sin embargo, por su valiente sinceridad le viene, de parte de Dios, una experiencia que a ninguno de los otros apóstoles se le ofrece; a él sí: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado».

En Su amor, Dios aprovecha las circunstancias para irnos corrigiendo y enseñando, sacando a la luz, a su debido tiempo, nuestros yerros; no todos de una vez, para no espantarnos, sino poco a poco, a Su tiempo. Nos conoce a fondo (“Oh mi Dios, tú me conoces y hasta el fondo me penetras…” —Salmo 139—), y requiere nuestra apertura sincera a él, que ya obrará; admite un sí o un no de corazón para obrar; no puede obrar si encuentra tibieza, que imposibilita su actuación (“Conozco tus obras: no eres frio ni caliente. ¡Ojalá fueras frio o caliente! Pero porque eres tibio, ni frio ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca…” —Apocalipsis 3—).

Del suceso de Tomás deriva el que Cristo proclame otra bienaventuranza: “Dichosos los que crean sin haber visto”. La fe, al pasar por el terreno de las dudas no consentidas, de arideces y desiertos, de luchas entre el sí y el no, es como crece, llegando a producir íntima dicha: la resultante de depender por entero de la providencia de Dios, Padre nuestro, que es quien mejor nos conoce y, por tanto, quien mejor nos puede guiar a través de los acontecimientos diarios que se nos presentan. Aprendemos así a confiar en él. La confianza, aun en las oscuridades, es el cordón umbilical que posibilita el paso de él a nosotros de esa dicha, que en momentos, días, temporadas, clarea en nuestro cielo.

Esta nueva bienaventuranza proclamada, animará a multitud de hombres y mujeres de todos los tiempos, que no vieron ni oyeron directamente a Jesús vivo o resucitado, a creer en su resurrección, en su palabra, y a ponerla por obra; porque “estos signos y palabras han sido escritos para que creamos que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengamos vida en su nombre”. Creer en estos escritos es creer a Jesús, según aquello que a los apóstoles dijo: «Quien a vosotros escucha, a mí me escucha…» (Lucas 10, 16). No por el hecho de haber presenciado los signos que él hizo, ni escuchado las palabras que pronunció, se es dichoso, puesto que «muchos me dirán: “Señor, Señor, ábrenos…si hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas…” »;

pero él responderá a cuantos escuchan sus palabras en los tiempos que sean y no las ponen por obra: «No sé de dónde sois, no os conozco; alejaos de mi los que obráis la iniquidad». ¡Perseveremos confiadamente hasta el punto de jugar con él ese “juego del escondite” que se llama fe, con el que amamos directamente a Dios que guía nuestras vidas “hacia fuentes tranquilas, aunque atravesemos cañadas oscuras…” (Salmo 23); esa fe esperanzada en él, que con nuestro amor a todos constituyen la esencia plena del Evangelio de Cristo, la cual vivida nos hace dichosos, bienaventurados hijos del Altísimo! (Cfr. Juan 1, 12).

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