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Viernes octava de Pascua 06-04-2018

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“Muchachos, ¿tenéis pescado?… Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis”

Evangelio según S. Juan 21, 3-14

Simón Pedro dice [a Tomás, Natanael, los Zabedeos y otros dos]: “Me voy a pescar”. Ellos contestan: “Vamos”. Salieron y se embarcaron; y aquella noche no pescaron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: «Muchachos, ¿tenéis pescado?». Ellos contestaron: «No». Él les dice: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro: «Es el Señor». Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos doscientos codos, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: «Traed los peces que acabáis de pescar». Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: «Vamos, almorzad». Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos después de resucitar de entre los muertos

 

Meditación sobre el Evangelio

Se fueron todos a Galilea, siguiendo las indicaciones que las mujeres les habían transmitido de parte de Jesús resucitado, y después de que se les apareciera en el Cenáculo. Allí, lejos de Jerusalén, no había ya temor. Permanecían unidos, haciendo lo que mejor sabían algunos de ellos, que era pescar. Nuevamente mar adentro metidos en faena sin conseguir fruto alguno de su trabajo. Así pasaron la noche. Y tiene Dios a veces cierto sentido de humor cuando decide intervenir para algo bueno que prepara: “Muchachos, ¿tenéis pescado?” (Después de estar toda la noche… Y para colmo, ven al llegar que Jesús tenía un pez en la brasa y pan…).

Jesús estaba en la orilla…: Orillado en nuestras vidas, en el Evangelio él está, y viendo nuestra brega en la noche de los problemas que llevamos entre manos, quiere iluminar nuestra oscuridad indicándonos cómo encontrar soluciones. Se trata de escucharle y hacer caso a sus indicaciones (“Haced lo que él os diga”, dijo María; lo hicieron, y el agua se convirtió en vino, y de excelente calidad…). Eso hicieron ellos, y se produjo el desbordamiento, la abundancia de dádivas divinas. No se olvida Juan del número exacto de peces; es meticuloso, detallista en su testimonio, haciendo honor al amor de Dios en el don recibido. ¡Cuánto aprender de la finura, de los detalles del amor de Dios a nosotros en nuestro quehacer diario, para más y mejor tenerlos nosotros con los demás… ¡Escuela de amor! en la que aprendió Jesús: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor” (Juan 15, 9).

Con cuánto cariño en este pasaje Jesús les va guiando, llevando la iniciativa… Y ese amor no le suena nuevo a Juan, sino que le trae inmediatamente al recuerdo un pasaje parecido de sus vidas con quien tanto en vida los amó… Es él, el discípulo amado, el que “vio y creyó”, el primero en darse cuenta: “Es el Señor”. Y Pedro sigue siendo Pedro en su ímpetu… No nos cambia Dios la personalidad, sino que la reconduce a través de las circunstancias de la vida colaborando nosotros, dejándonos hacer, para más y mejor amar, y para que vaya creciendo y aflorando nuestra fe y entrega total; así, cualidades y personalidad, van alcanzando su pleno sentido, su plenitud. Se goza y se aprende mucho observando la entrega humilde y la evolución de los apóstoles, de otros amigos de Jesús y de algunos personajes más a través de los pasajes evangélicos, Hechos y Cartas del Nuevo Testamento.

“Vamos, almorzad”: Dios prepara para los suyos, que quisiera fueran todos los hombres, un banquete de delicias, manjares suculentos y vinos de solera… (cfr. Isaías 25). Ponemos nuestras manos… ¡y Él lo pone todo! ¡Oh sagrada mesa y banquete que es la vida reinando el amor, metidos todos en el corazón del Padre! Dejarnos llevar confiados en su amor, amando a todos…, en ello principia tal banquete, pues que ese es el alimento que transforma nuestro hombre viejo haciendo crecer en nosotros el hombre nuevo que reparte bienes, alimentos de caridad en torno, y a todos se acerca para presentárselos al Padre celestial hechos sus hijos; Padre que muchos ni conocían.

La fe no está aún del todo fortalecida en algunos de ellos, como deja entrever Juan: “Ninguno se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor…”. Y es que sigue Jesús apareciéndoseles para dejar clara y profunda huella de su resurrección en sus corazones (y en los nuestros). ¡Qué gran amor de madre, que va asegurando y fortaleciendo pacientemente a sus hijitos para la vida que les espera, y para que a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos les llegue, a través de ellos,
indefectiblemente, la Buena Nueva…! (“Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación…”).

Oh Dios, ¿dónde están los límites de tu amor sin límites?¡¡Gracias por tanto amor!!

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