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Lunes octava de Pascua 02-04-2018

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De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: “Alegraos. No temáis”

Evangelio según S. Mateo 28, 8-15

Las mujeres se marcharon a toda prisa del sepulcro; llenas de miedo y de alegría, corrieron a anunciarlo a los discípulos. De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «Alegraos». Ellas se acercaron, le abrazaron los pies y se postraron ante él. Jesús les dijo: «No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán». Mientras las mujeres iban de camino, algunos de la guardia fueron a la ciudad y comunicaron a los sumos sacerdotes todo lo ocurrido. Ellos, reunidos con los ancianos, llegaron a un acuerdo y dieron a los soldados una fuerte suma, encargándoles: «Decid que sus discípulos fueron de noche y robaron el cuerpo mientras dormíais. Y si esto llega a oídos del gobernador, nosotros nos lo ganaremos y os sacaremos de apuros». Ellos tomaron el dinero y obraron conforme a las instrucciones. Y esta historia se ha ido difundiendo entre los judíos hasta hoy

 

Meditación sobre el Evangelio

Estaban con miedo ante la visión del ángel del Señor, el que había movido la piedra del sepulcro, se sentó en ella y les habló. La magnitud de lo que estaba ocurriendo, que sobrepasa los esquemas humanos, se les escapa, aun siendo visible a sus ojos, y las hace temer; pero a la vez, la noticia que oyen del ángel las hace alegrarse: «No está aquí:¡ha resucitado!».

Y Jesús mismo se les aparece y les dice: «Alegraos». Y es que su resurrección, el vencer a la muerte, último reducto del pecado original, cuyo miedo a ella tan atados tiene a los hombres, es noticia de inmensa alegría, y también esperanza cierta para nuestra resurrección; es el culmen de nuestra fe. Ha llegado tras su pasión y muerte, como anunciara por tres veces a sus apóstoles, que entonces no quisieron oír hablar de ello, imaginando un reinado de otro estilo. Lo mismo nos puede ocurrir a nosotros, mas hay que pasar por los avatares de esta vida, por nuestro morir, sobre todo a nosotros mismos. Pero mantenidos en la esperanza de que por su propia resurrección un día resucitaremos con él («El que crea en mí, aunque haya muerto, vivirá… no morirá eternamente… y yo le resucitaré el último día» —Juan 11, 25-26; 6, 54b—), se nos abren las puertas del triunfo final que hará olvidar, como a la mujer cuando le nace el niño, los dolores. Mientras, algo vamos participando ya de ella aquí en esta vida: habrá momentos de Cielo en la Tierra, “aunque tengamos luchas y tribulación en el mundo”; pero Jesús nos anima a tener valor con él: «¡Ánimo! que yo he vencido al mundo» (Cfr. Juan 16, 33).

Su amor hace que pronto les disipe sus temores («No temáis»), y las envía con la buena nueva a los discípulos, a los que ahora llama “hermanos”(Tras haber sido probado en el sufrimiento, “por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación”, “no se avergüenza de llamarlos hermanos, pues dice: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos»” —Hebreos 2—). Dios, por medio de él, nos hace hijos en el Hijo, y nos envía a los hombres y mujeres de hoy, a los que quiere hacer sus hermanos: «Id y comunicad…»; comunicad la alegría propia de vivir mi Evangelio en los acontecimientos diarios, allá donde cada uno se encuentre, con sus circunstancias; comunicad el sentiros amados por el Padre y por mí, porque la esperanza y fe confiada habita en vosotros en medio de este mundo que sin rumbo camina; amad, y así expandiréis mi reino a vuestro alrededor como el calor de una estufa se irradia por doquiera ella esté, como la sonrisa contagiosa que al triste alegra. Llevad la esperanza a tantos y tantos que habitan en el sufrimiento, en tinieblas y sombras de muerte, para que vivan y alcen sus vuelos, sus cabezas y sus almas a ese Padre que tienen y que no conocían, o no veían, que por su Hijo los libera de sus cargas y cadenas y los hace volar y cantar alegres en la nueva mañana que nace… ¡Así obrad!, «que yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos…» (Mateo 28, 20).

Las obras de las tinieblas también avanzan, moviéndose como pez en el agua de la mentira («Vuestro padre es el diablo, en quien no hay verdad; es mentiroso desde el principio y padre de la mentira…» —Juan 8, 41 – 44—): «Decid que sus discípulos robaron el cuerpo mientras dormíais…». ¡Qué contradicción! ¡Vaya testigos! Si dormían, ¿cómo es que los vieron robar el cuerpo…?¡Y más dinero usado para traición y falsedad! Pero nada hay oculto que no salga a la luz… La mentira que tiene atenazado al pueblo de Israel hasta nuestros días, se tornará en verdad luminosa… ¡Ya se ve en lontananza el alborear del felicísimo regreso del pueblo escogido por Dios desde antiguo, del pueblo de su propiedad, de su pueblo, padre de muchos pueblos, del que aprendemos todos obediencia de su desobediencia; del pueblo de sus amores, de sus alegrías y desvelos…! ¡Ya está más cerca ese feliz día en el que la mentira de antaño saltará por los aires en explosión profetizada de inmensa alegría, plenitud de los tiempos, culmen de una historia de amor!: ¡¡La de Yahveh por su pueblo!!

¡¡La de Dios por toda la Humanidad!! (Cfr. Romanos 11, 25 – 32).

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