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Domingo 3º de Cuaresma 04-03-2018

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“Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”

Evangelio según S. Juan 2, 13-25

Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas, y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y al os que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora». Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?» Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?». Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús. Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de la Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre

 

Meditación sobre el Evangelio

El que tiene mucha caridad sabe cómo el amor es capaz de irritarse terriblemente. Al fin y al cabo, esa es la razón del infierno. Se irrita el amor contra los que conculcan al débil, machacan al prójimo, envenenan los ánimos, escandalizan al niño, arrebatan la verdad a los que la buscan, desamparan al pueblo. A los unos les dice Jesús: «Malditos, al fuego»; a los otros: «Que les aten un peñasco al cuello»; a los otros: «que son hijos del demonio», etc. La caridad es brava; se mata por su amor. Por eso los que no aman son cobardes mientras puedan salir perdiendo; no se meten donde acaso zumben palos; abandonan a los demás a su suerte; miran por sí; son los que buscan su vida: «el que la busca la perderá».

Robaban a los hijos la casa de su Padre; robaban al Padre la casa donde estar con sus hijos. Lo que se construyó para el amor, lo usurparon para la codicia; con pretexto de servir a Dios, se servían a sí mismos y engordaban sus bolsillos, lucrándose de lo sagrado. Hacían feria de Dios. Donde los hombres debían crecer en amor, crecían en sordidez; donde debían ser unión de Padre e hijo, era chalaneo; con lo que debían criarse hijos de Dios, se criaban ladrones. Era una irrisión del Padre, una expoliación de los hijos, un escarnio. El amor se levantó como la ola de una tempestad, para barrer aquella canalla. Por eso Jesús trenzó deprisa el látigo, volcó las mesas, los llamó ladrones. En la Escritura Dios apostrofó igual: «Hacéis daño al prójimo y luego concurrís a mi Casa; ¿acaso es mi Casa una cueva de ladrones?» (Jer 7, 1-11).

La fuerza psicológica de un hombre, en ocasiones, es enorme; así aquí con Jesús. Si a ello se añade un apoyarle parte del público y una influencia sobrenatural, es fácil explicarse el éxito. Nuestras obras obtienen a veces un resultado superior a los medios puestos en acción, porque Dios está con nosotros. Se rehicieron más tarde los gerentes del Templo y se le enfrentaron. No estaban dispuestos a que un particular tomase tales iniciativas; debería someterse y respetar. Celosos de su autoridad, no se cuidan del amor ni de la verdad; la verdad son ellos ¡desdichada pretensión! Le reclaman una señal celeste que le garantice. Para las malas voluntades no hay prueba que valga. Seguirán en sus trece, aunque los convenzas.

Jesús ofrece una prueba desconcertante: reconstruir el templo en tres días. Son salidas de Jesús que dejan flotando el problema en el aire, y zanjan la discusión con un golpe inopinado. Son respuestas para que los que no quieren ver, no vean; y sin embargo enredarlos. Respuestas para que los de buena voluntad, vean; a éstos el Espíritu los ilumina. Se refirió a su resurrección del sepulcro. Palabras de Dios no se entienden todas al instante; hay que aguardar con la fe del amor el tiempo oportuno que Él sabe. Es la fe una luz de arriba que se incorpora al alma. El alma la deja prender en sí y se abandona afectuosa a esa luz. No se aprende con ciencia ni con lógica ni con argumentos; tiene la suficiente oscuridad para no dejarse atrapar por ellos; se les resbala, se les escapa. Porque es una luz más alta que el entendimiento, «y sólo entiende las cosas del Padre, el Hijo y a quien Dios se las descubriere».

La buena voluntad logra asirla, y la caridad la posee por entero. Efectuó milagros. Fogonazos son que abren los ojos. Luego entra y queda la luz en el hombre. Pero si el que ve el milagro se alborota, lo propala noticiero, y queda en novedad mundana todo y en sensacional acontecimiento, no te fíes de él; que dura poco. Jesús no observó en el público más que ruido y superficialidad milagrera; no descubrió almas blandas, temblantes al roce del amor. Había que abandonarlos por entonces. No busca éxito aparente, no se fía de explosiones entusiastas. El reino de Dios entra en silencio; y lo que entra en silencio no lo veía Jesús en ellos. Penetraba los corazones y se le transparentaban. Don es este de Dios que vuelve a concederlo a muchos que siguen a Jesús.

La caridad penetra.

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