“Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido”
Evangelio según S. Marcos 1, 29-39
Al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en la cama con fiebre, e inmediatamente le hablaron de ella. Él se acercó, la tomó de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar. Se levantó de madrugada, se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron en su busca y, al encontrarlo, le dijeron: «Todo el mundo te busca». Él les responde: «Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido». Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios
Meditación sobre el Evangelio
Centro de sus trabajos evangelizadores fue la ciudad de Cafarnaún. Se hospedaba en la casa de Pedro, allí en familia, con los esposos y parientes. La madre de la esposa ha caído enferma. Vuelve Jesús de la sinagoga y la calentura ha subido; está grave. Los de casa le ruegan que la cure. Tienen fe. Jesús les tiene amor. Para ayudarles a su fe formula un mandato categórico de intención pedagógica (¡es tan gran Maestro y se acomoda tanto a los pequeños!), imperó con energía a la fiebre.
Cogió seguro de la mano a la enferma y la fiebre desapareció. Jesús lleno de amor; ellos de fe, ¿se irían llenando de amor?
En cuanto terminó el sábado a las seis de la tarde, terminaba el descanso obligatorio. La gente cargó con sus enfermos y se los llevaron a Jesús, ¡curioso espectáculo! Las familias por la calle con sus enfermos. A todos los fue curando. Deliciosa escena; los rostros de los enfermos anhelantes, los cuerpos agarrotados por la dolencia, luego de pie entre los abrazos de los suyos, el semblante del Maestro iluminado de dulzura y cariño, sus manos finas vertiendo salud, su alma gozando con el gozo de los corderos y su iniciación en la fe de una doctrina en que Dios es Padre y los hombres buenos como Él.
Los demonios trataban de perturbar aquel idilio con malintencionados elogios, y Jesús los silenciaba. La ciudad se agolpaba a su puerta.
¡Bendito Jesús, consuelo y oro, caridad andante, que por darnos bienes de cuerpo y alma «tomó sobre sí nuestra flaqueza y cargó con nuestras enfermedades»!
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