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Domingo, Fiesta de la Sagrada Familia 31-12-2017

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«Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret»

Evangelio según S. Lucas 2, 22-40

Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones». Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos “han visto a tu Salvador”, a quien has presentado ante todos los pueblos: “luz para alumbrar las naciones” y gloria de tu pueblo Israel». Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: « Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción –a ti misma una espada te traspasará el alma-, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones». Había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, Jesús y sus padres volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él

 

Meditación sobre el Evangelio

No nos exime Dios de lo que conlleva ordinariamente la vida en cada época, pueblo o nación, con sus costumbres, tradiciones, leyes… Tampoco hace excepción con María, José y Jesús, su Hijo, nacido como uno de tantos. Más aún, vemos en el evangelio que en medio de todo ello es como Dios va haciendo crecer a Jesús, a María y a José. Así también con nosotros, con cada uno. Metidos en esta vida con leyes, costumbres, circunstancias y acontecimientos que van transcurriendo, es como vamos aprendiendo a amar a todos, comenzando por los que nos rodean, y a fiarnos y poner para lo grande y lo pequeño nuestra confianza y esperanza en Dios Padre nuestro.

María, José y Jesús viajaron a Jerusalén a los cuarenta días del nacimiento, cuando, según la ley de Moisés tocaba a ella purificarse (¡ella, la que es purísima, sin mancha, sin pecado!), y al niño ser consagrado al Señor (¡él, el consagrado desde la eternidad como Hijo del Dios Altísimo…!). Su ofrenda, la que corresponde a personas de clase humilde poco adineradas: «Un par de tórtolas o dos pichones» (Levítico 5,7; 12, 1 ss.). (Asoman por la Ley dada por Dios a Moisés muchos rasgos de caridad, hasta que Cristo la instituya como única ley. Aquí, al que menos puede, menos ofrenda).

No hay pues en este acontecimiento pompa ni boato. Para Dios no cuenta la exterioridad, común a todos; lo extraordinario va en el corazón. Pasan desapercibidos, como unos más, salvo para aquellos que, guiados por el Espíritu en medio de la máxima naturalidad, detectan lo sobrenatural y extraordinario escondido en lo natural y ordinario. Maneja Dios los acontecimientos con toda sencillez para bien de todos los que le aman, y así se produjo este encuentro que, de casual, no tuvo nada; tan solo la apariencia. Simeón fue guiado por el Espíritu («Los que se dejan llevar del Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» —Romanos 8— ), que con él estaba. Y Dios no falla; siempre cumple sus promesas, ahora con Simeón.

Ana, “casualmente” aparece también “en aquel momento”; era guiada por el Espíritu. Ella estaba muy unida a Dios desde siempre, y Dios se manifiesta a través de ella. ¡Grandes cosas, maravillas reserva Dios para aquellos de todas las épocas y lugares que le siguen de todo corazón! María y José, viviendo lo que era natural según las costumbres y leyes de su Pueblo Israel, iban haciendo vida la voluntad de Dios. Y él les sale al paso confirmando su vivir con todo lo que del niño se decía. Entre otras cosas, que es tal la luz que con él viene al mundo, que nada quedará oculto en los corazones («Yo soy la luz del mundo…»;

«El que no está conmigo está contra mí»; «No penséis que he venido a traer paz a la tierra; no he venido a traer paz, sino discordia»). José y María no lo sabían todo sobre Jesús («Se admiraban por lo que se decía de él»). Dios les hace partícipes de parte de sus planes, que se van explanando poco a poco a Su manera, y viven de la fe-esperanza en él. Aún sabiendo cosas, Dios les sorprende. Seguirán viviendo el día a día y requerirán de nuevo de la fe-esperanza para saber cómo y por donde Dios saldrá («María guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón»), siendo lo más seguro que les vuelva a sorprender (huida y regreso de Egipto, adoración de los magos, respuesta que les da Jesús a sus doce años al quedarse, perdido para ellos, en Jerusalén,…).

También en nuestro querer vivir la voluntad de Dios él nos sorprende, y nos sale al paso a través de unos, de otros, sin que ni ellos tal vez lo sepan, o por circunstancias (la lectura o escucha de su Palabra, una llamada telefónica en el momento oportuno, una conversación, la contemplación de un paisaje, una película, etc., con apariencia de casualidad, pero con total normalidad, naturalidad, …) que nos confortan, nos alegran y nos animan a seguir. Son besos y caricias de Dios. ¡Cuánto nos ha de servir la fe perseverante de María, de José, en que, como todo lo lleva Dios, a buen puerto nos guiará! Y nos lanzamos como ellos a ese vacío de saber, de conocer, hasta que él marque los pasos, el ritmo…

Hoy sabemos que Dios reservó para María un papel importantísimo, trascendental, de vital importancia para la Historia de la Salvación, para su plan redentor y salvador de la Humanidad. Papel apenas visible, como a la sombra de Jesús, que fue manifestándose poco a poco: el de acompañar a su hijo para ser mucho más que madre, estando plenamente unida a él en su misión salvadora, redentora. Ella fue CORREDENTORA con Cristo. El Espíritu Santo por boca de Simeón así lo refrenda, dirigiéndose en particular a ella: «Una espada te traspasará el alma». Hacia ella llevará el Espíritu a Jesús en tantos deliciosos momentos en los que ella le escucharía, consolaría, ayudaría, y ambos se entenderían… porque Dios así lo quería…

¡Cuánto a él confortaría verla junto a la cruz!
Mientras no respondamos todos los hombres plenamente al «amaos unos a los otros como yo os he amado», existirán el dolor, la tribulación, que junto a la enfermedad y la muerte, son consecuencias de la caída del hombre. Y fue el propio Hijo de Dios quien, queriendo vivir nuestra vida como respuesta amorosa a la voluntad del Padre, amó a los hombres viniendo al mundo a rescatarnos. Él, nuestro redentor, cargó con nuestros dolores. Y María, corredentora, estará totalmente unida a él en tal trance.

Siempre a su sombra. Su mérito está, por encima de todo, en lo que dijo Cristo de ella cuando una mujer de entre el gentío ensalzó su maternidad: «Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen». Y en otra ocasión: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra». Ello, sobre todo, fue lo que la hizo bienaventurada por todas las generaciones. Y dichosos seremos, colaborando con el plan redentor de Cristo, si hacemos igual que ella en nuestras vidas: “Escuchar la palabra de Dios y ponerla por obra”. Contaremos con la ayuda del Cielo entero… y, especialmente, con la de ella.

El niño iba creciendo en su vida normal, “vida oculta” de Nazaret, hasta su manifestación a Israel. Y la gracia de Dios estaba con él, de manera que iba aprendiendo sabiduría divina guiado por el Padre a través de los acontecimientos y circunstancias diarias que se le presentaban. Toda esa sabiduría de evangelio vivido quedaría plasmada en sus parábolas y doctrina de manera que a todos llamará la atención la autoridad de su enseñanza, como de quien ha vivido y hecho carne suya todo cuanto dice (“Todos se preguntaban estupefactos: «¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad…»” —Marcos 1, 27 —).

Así también el Padre desea que nosotros, en nuestro día a día, en lo oculto de nuestro vivir, llevemos a la práctica las enseñanzas de Jesús, el Evangelio.

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