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Sábado, día VI de la Octava de Navidad 30-12-2017

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«El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él»

Evangelio según S. Lucas 2, 36-40

Había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, Jesús y sus padres volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él

 

Meditación sobre el Evangelio

También el Espíritu guio a Ana, como a Simeón, a presentarse “en aquel momento” alabando a Dios y hablando del niño. A los que se dejan llevar del Espíritu de Dios les van sucediendo cosas que a los ojos de los demás parecerán meras casualidades, pero, sin que ellos mismos sean necesariamente conscientes, gran parte de sus palabras, pensamientos y movimientos, siendo naturales, están a la vez impregnados y guiados por Dios a través de su Espíritu que anida en sus corazones. La mayoría de las grandes obras del amor de Dios para con nosotros tienen lugar por cauces naturales, que ese es su gran poder. Ana estaba muy unida a Dios desde siempre, y Dios se manifiesta por medio de ella.

“Cumplieron con todo lo que prescribía la ley”. No hace Dios excepciones. Es más, así, en la absoluta naturalidad de vida y costumbres personales, sociales y religiosas, es como va obteniendo y haciendo crecer a sus hijos; crecimiento en fe, que es trato con él, y en caridad, trato con el prójimo. Y él, en ese vivir los acontecimientos diarios, las circunstancias que pone o permite, se va encargando de robustecerlos, llenándoles de sabiduría, la que da luz para vivir y da la Vida. Sólo, tan sólo requiere nuestra entrega (“Aquí estoy, oh mi Dios, para hacer tu voluntad” —Salmo 40—).

Así también con María, José y con su Hijo, que siendo Dios, se hizo uno de nosotros, semejante en todo menos en el pecado. Como Adán, sin pecado; sólo que Adán usó su libertad para pecar, y él la usó no sólo para no pecar, sino para hacer la voluntad del Padre, llevando a cabo la obra que le encomendó. ¡Qué grandeza y profundidad de amor encierra ese “hacerse hombre” el Hijo; su encarnación! Que Dios nos dé su luz para penetrar el gran misterio de la humanidad de Cristo que a tantos santos trajo ensimismados… ¡Y qué grandeza encierra la sencillez de nuestro “encarnarnos” en la vida y en los problemas de los demás sin pasar de largo, sino ayudando, intercediendo ante Dios, amando…!

“Y la gracia de Dios estaba con él”… El Padre no abandonó al Hijo en la Tierra a su suerte… Le eligió una madre, un padre; le preparó un Pueblo… Y quiere también estar con nosotros; no abandonarnos al azar de nuestra suerte.

Estará si hacemos caso de la palabra de su Hijo, del Evangelio (“El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama… y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él… y el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os recuerde cuanto he dicho…” —Juan 14—).

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