“Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos”
Evangelio según S. Marcos 1, 1-8
Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Como está escrito en el Profeta Isaías: «Yo envío mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino; una voz grita en el desierto: “Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos”; se presentó Juan en el desierto bautizando y predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Acudía a él toda la región de Judea y toda la gente de Jerusalén. Él los bautizaba en el río Jordán y confesaban sus pecados. Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y proclamaba: “Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo, y no merezco agacharme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo”
Meditación sobre el Evangelio
Juan no era la Palabra, sino que a él se dirigió. Se le concedió con abundancia sabiduría de ella; pues sólo Jesús la poseyó sin medida, porque Él era la Palabra. Juan recorrió la región del Jordán, exhortaba a un lavatorio de agua, símbolo de un lavatorio real; lavatorio de una conducta mala, obtenido por el hecho de entablar una conducta buena. «Bautismo» es un vocablo griego no traducido. Se traduce «baño y lavatorio». «Penitencia» es un vocablo que ahora significa maceración y ayuno; su traducción es arrepentimiento; mejor aún «conversión». Conversión que empieza por una trasmutación del pensar, por luz de arriba que se nos hace pensamiento.
El hombre, preocupado por solucionar sus cuentas con el Altísimo, se acerca a quien le presente la manera viable de restituirse a la amistad de Dios. Juan les predica esa manera: bañarlos en agua, símbolo de un lavarse de actitudes desviadas, inicuas, para inaugurar una transformación de sentir y de actuar. Eso es, bien traducido, «bautismo de penitencia». Nuestro cambio de criterio, de sentir, de ver, este lucir las tinieblas porque principia la luz. La Palabra del Padre viviendo en nuestra mente, esa es la iniciación del hombre bueno, del hombre nuevo.
Jesús es quien esta luz y esta vida la aportaba sin tasa. Juan le antecedía, para facilitar su labor. Era el momento culmen de la profecía: «Voz del que clama, en el desierto, preparad los senderos del Señor».
Juan había empuñado la azada y estaba alisando los caminos; los oyentes deberían poner mano a la obra. La buena voluntad disponiéndose con los consejos de Juan: «Paz a los hombres de buena voluntad» y «toda carne verá la salud de Dios».
Vestía ásperamente, malcomía entre ayunos. La gente venera a tales ascetas. Así contaría con más fuerza para persuadir: La santidad es amor del prójimo; quien viene después de mí, aunque no usa estas maceraciones, es mejor que yo; porque no está la santidad sino en ser bueno con el prójimo. Juan enseña a ser hijos de Dios. ¿Cómo? Siendo buenos con el prójimo: «Quien tenga dos túnicas, dé una a quien no tenga ninguna». «Ama al prójimo como a ti mismo, haz a los demás lo que quisieras que hagan contigo» enseñará Jesús. Este consejo es para todos; después lo aplica a cada profesión particular: al recaudador de impuestos, que no favorezca su bolsillo exigiendo más de la cuenta; al militar en funciones de policía, que no extraiga dádivas con temores.
A esto se reduce la palabra que le fue dirigida a Juan: Hacer el bien a todos como a ti mismo y no hacerles mal; detrás viene Jesús que lo dirá mejor; los empecinados contra esta doctrina serán hechos astillas para el fuego.
Imaginaron muchos que Juan era el Mesías. Aclaró que no. Su lavatorio era de agua; bueno era si lo recibía la buena voluntad del bañado. Pero mejor era el baño con que bañaba el Mesías: bañaba en Espíritu Santo.
Jesús empleará el agua como símbolo y como medio, pero la fuerza de su baño está en el Espíritu. Porque tantos dieron tanta importancia al agua y tan poca o cero a la caridad, se quedaron sin ese vivir del Espíritu estremecidos de continuo por él; sin entender un lenguaje del Padre y un idioma, que sólo se entiende con Espíritu; sin percibir lo que ni ojo ve ni oído oye», «lo que continúa escondido a los sabios del mundo y a los príncipes del siglo y profesionales del saber teológico». «Porque las cosas de Dios, únicamente las sondea su Espíritu» (1 Cor 1, 20-21; 2, 6-15).
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