“Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego, dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”
Evangelio según S. Juan 19, 25-27
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo que amaba, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego, dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio”
Meditación sobre el Evangelio
En los peores momentos de su vida en la Tierra, junto a él, personas queridas, queridísimas suyas, consuelo en medio del dolor, aunque le dolía verlas pasar aquel trago amargo. No quiere Dios el dolor, ni se complace en él, sino el amor y en él se complace. No quiere que el hombre sufra, sino que ame. Pero para este mundo donde habita el pecado con sus consecuencias (el dolor entre ellas), Dios muestra, nos muestra en Jesucristo, y con María, hasta dónde ha de llegar el amor… sin perder de vista que, al tercer día, vendrá la resurrección, y con la de él, la nuestra.
Luego, todo desaparecerá en “esa Tierra nueva donde ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor” (Apocalipsis 21). Hasta entonces, la fe y el amor conllevan rachas de dolor, transformado por Dios en moneda de cambio para generar vida en nosotros y en otros. El de Jesús, redentor, generando, junto a María, Vida Eterna para quien crea en Él (“Muriendo, destruyó nuestra muerte…”; “Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” –Juan 6, 40-).
Allí, al pie de la cruz, estaba María, su queridísima madre, la bendita entre las mujeres, la bienaventurada, no exactamente por su parentesco biológico, sino por escuchar la palabra de Dios y ponerla por obra hasta el final. Su mejor discípula, a quien el Padre divinizaba para que fuera su apoyo, consuelo y aliento, y asociada a él íntimamente en dolores, gozos, preocupaciones, éxitos y fracasos a lo largo de toda su vida; ahora, en el suplicio último de la cruz, donde Jesús se acaba de dar por entero… (“Todo está cumplido”; “De su corazón salió sangre y agua” –Juan 19-).
El Padre la constituye así corredentora con su amadísimo hijo en la obra eterna que ambos dejarán sembrada en la Tierra para siempre: la restauración de la amistad y filiación divina para el hombre, rota por el pecado de Adán y Eva. Por un hombre y una mujer vino la desgracia al mundo. Por un hombre (el nuevo Adán) y una mujer (la nueva Eva) recobra la Humanidad caída la Gracia perdida por el pecado. Dios creó al hombre como varón y mujer: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza… Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó” (Génesis 1).
«Están hechos “el uno para el otro”: no que Dios los haya hecho “a medias” e “incompletos”; los ha creado para una comunión de personas, en la que cada uno puede ser “ayuda” para el otro porque son a la vez iguales en cuanto personas (“hueso de mis huesos…”) y complementarios en cuanto masculino y femenino» (Catecismo de la Iglesia Católica 372), con sus cualidades y connotaciones. La mujer, con una influencia peculiar para el bien sobre el varón, y, por lo mismo, el varón, con su influencia para el bien sobre la mujer.
Son complemento uno del otro, no sólo de cuerpos, sino también de almas, de cualidades espirituales. Es este el orden primero establecido por Dios, pero con el pecado del hombre (varón y mujer) se tuerce ese orden, quedando a merced del demonio, del mundo y la carne estas influencias que, sin la ayuda expresa de Dios, a través de la redención de Jesucristo, se ejercerán para el mal, pues llevan ambos una fuerte tendencia al egoísmo y a no querer dejarse influir por nadie ni, sobre todo, por Dios. No fue así con el nuevo Adán y la nueva Eva.
María influyó, con deliciosa delicadeza, sobre Jesús. Ejemplo tenemos de ello en las bodas de Caná de Galilea: Da gusto recordar su caridad con los novios y sus familias, que ante los invitados quedarían mal; cómo influyó para que el Padre (¿cambiara “Sus planes”?) adelantara en Jesús la hora de los milagros: —“No tienen vino…”. —“¿Y qué a ti y a mí, mujer? (Imagine el lector cómo pronunció y subrayó Cristo esta palabra, “mujer”, como desde la cruz, que no la llama madre…) Aún no ha llegado mi hora”. —Y María, guiada silenciosamente por el Espíritu Santo, el Amor de Dios que obraba a su favor, por el cual conocía tan bien a su hijo, lo puso cariñosamente en un aprieto, dirigiéndose a los sirvientes: “Haced lo que él os diga…”. Y se produjo el milagro… y “se adelantaron los tiempos”… (¡Cuánto puede la caridad llena de fe-esperanza ante el Padre…!).
Admirable y sorprendente es el amor. Admirable y sorprendente Jesús, que ni siquiera en el suplicio de la cruz estuvo pendiente de sí mismo (“Padre, perdónales…”; su charla con el buen ladrón…). Y ahora aquí se ocupa de su madre…, y también de todos nosotros, que nos la entrega como madre… La deja a los cuidados de Juan, su discípulo amado, quien siendo uno de las hijos del trueno, fue creciendo a la sombra de Jesús, dejándose empapar de la manera de ser y actuar de Cristo, entendiendo y viviendo su Palabra. Aunque fuera conocido del sumo sacerdote, se necesita tener determinación, capacidad, valor, para haber llegado hasta los pies de la cruz (los demás siguieron las escenas a distancia –Lucas 23, 49- ): capacidad que en los hechos y circunstancias va Dios dando, y el hombre tomando…
Se trata, una vez más, de una conjunción misteriosa entre la respuesta libre de la criatura y la elección divina. Fue Juan entendiendo lo que era el amor, lo que era amar. Es el único de los apóstoles que habla profusamente del mandamiento del amor como primacía de Cristo, en su evangelio y en sus cartas, hasta proclamar, ya en la ancianidad: “Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, PORQUE DIOS ES AMOR” (1 Juan 4). Y cuánto María en ello influyó, pues a su sombra siguió creciendo…
Considera, oh lector, cuán ella madre tuya quiere ser también… Y estar junto a ti en tu vida, tratando de influir para que sigas más y más de cerca a Jesús… La tendrás en los buenos momentos y en los malos tragos, y, en la medida que más vayas siendo de Él, pareciéndote más a Él, más irás notando su presencia y su influencia, ¡pero ya las tenías desde siempre…!
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