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Sábado 15º Tiempo Ordinario, Santa María Magdalena 22-07-2017

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«Ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro»

Evangelio según S. Juan, 20, 1. 11-18

El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Estaba María fuera, junto al sepulcro, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús. Ellos le preguntaban: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Ella les contesta: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Dicho esto, se vuelve y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dice: “Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?”. Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: “Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré”. Jesús le dice: “¡María!”. Ella se vuelve y le dice: “¡Rabboni!”, que significa: “¡Maestro!”. Jesús le dice: “No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero anda, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”. María Magdalena fue y anunció a los discípulos: “He visto al Señor y ha dicho esto”

 

Meditación sobre el Evangelio

Magdalena, después de ir a los discípulos y darles la falsa noticia de que habían robado el cuerpo del Señor, ha vuelto sola al sepulcro, cuando ya Juan y Pedro se habían ido, y busca el cuerpo de Jesús. Es la primera afortunada de ellos en verlo resucitado. En principio no lo reconoce, hasta que la llama, con un tono inconfundible para ella, lleno de ternura, por su nombre.

Ha ocurrido todo tan deprisa y tan en contra, que no ha habido tiempo para asimilar una reacción tan violenta y desatinada, como la que ha sufrido el Maestro. Pero cuando lo reconoce, se abraza desconsolada. Las palabras que Jesús le dice que transmita a los suyos no pueden ser más cercanas y consoladoras: “Ve a mis hermanos y diles: <>”.

A Jesús lo mataron con malísima intención (por envidia de la élite religiosa de entonces) y máxima ingratitud (“todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos, hablar a los mudos…” –Marcos 7-; “pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” –Hechos 10- ). Pero Dios tomó de su muerte pie para ensanchar sus planes de misericordia y motivar más bellamente la salvación del hombre: nos libró no sólo de la esclavitud del demonio, del pecado y de la muerte, sino de la esclavitud de la Ley, pasándonos de un régimen de esclavos a otro de hijos, que ya se mueven no por normas, imperativos o miedo, sino por el amor.

Llegará un día feliz y grandioso en que volverá Jesús a recogernos y gozaremos plenamente de nuestro rescate, pero mientras, se ha de producir nuestra redención tras su muerte, nuestra pascua, nuestro paso personal del egoísmo al amor. Fue inútil matarlo: ¡Resucitó! ¿Qué se puede contra un ser que aunque lo maten resucita? ¿Y resucita en una plenitud desconocida, superior a la que tenía?

Ahora vivimos por fe (“vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí” –Gálatas 2- ). Este poder del Padre en Jesús, y el de Jesús mismo, se ejerce claramente en nosotros. Y es una experiencia manifiesta en los que le son fieles; fieles a su caridad y esperanza. Sin embargo, no se descubrirá y se terminará el triunfo hasta el triunfo de Jesús; el de aquel día en que vendrá irresistible y fulgurante.

Cuando María vuelve de nuevo a los discípulos, su mensaje es muy distinto del primero; se ha convertido en testigo experimental de la resurrección: “He visto al Señor”.

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