“Las Bienaventuranzas: camino hacia el Reino de Dios”, el Papa en el Ángelus
(RV).- “El pobre de espíritu es aquel que ha asumido los sentimientos y las actitudes de los pobres que en su condición no se rebelan, sino saben ser humildes, dóciles, disponibles a la gracia de Dios”, lo dijo el Papa Francisco a los fieles y peregrinos presentes en la Plaza de San Pedro para rezar la oración mariana del Ángelus del último domingo de enero, IV Domingo del Tiempo Ordinario y Jornada Mundial de oración por la paz en Tierra Santa.
En sus palabras antes de la oración dominical, el Santo Padre reflexionó sobre el llamado “Sermón de la montaña” que la liturgia toma del Evangelio de San Mateo. Este gran discurso, señaló el Pontífice, “es la magna charta del Nuevo Testamento. Donde Jesús manifiesta la voluntad de Dios de llevar a los hombres a la felicidad”.
Justamente, precisó el Obispo de Roma, la predicación de Jesús sigue un camino particular, “comienza con el término ‘bienaventurados’, es decir, felices; y prosigue con la indicación de la condición para alcanzar esta felicidad; y concluye haciendo una promesa”. El motivo de la bienaventuranza, es decir, de la felicidad, subrayó el Papa Francisco, no está en la condición pedida, sino en la sucesiva promesa, de recibirlo con fe como don de Dios. “No es un mecanismo automático, sino un camino de vida de seguimiento del Señor – precisó el Papa – por la cual, la realidad de dificultad y de aflicción es vista en una perspectiva nueva y experimentada según la conversión que se actúa”. En este sentido para ser bienaventurado, se necesita ante todo convertirse, para así estar en grado de apreciar y vivir los dones de Dios.
Meditando sobre primera bienaventuranza: «Felices los pobres de espíritu, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos», el Santo Padre señaló que, “el pobre de espíritu es aquel que ha asumido los sentimientos y las actitudes de los pobres que en su condición no se rebelan, sino saben ser humildes, dóciles, disponibles a la gracia de Dios”. En este sentido, la felicidad de los pobres de espíritu tiene una doble dimensión: una en relación a los bienes y otra en relación a Dios. “El pobre de espíritu – dijo el Pontífice – es el cristiano que no confía en sí mismo, en sus riquezas materiales, no se obstina en sus propias opiniones, sino escucha con respeto y sigue con gusto las decisiones de los demás”.
Texto completo de las palabras del Papa Francisco en el Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La liturgia de este domingo nos hace meditar sobre las Bienaventuranzas (Cfr. Mt 5,1-12a), que abren el gran discurso llamado el “de la montaña”, la “magna charta” del Nuevo Testamento. Jesús manifiesta la voluntad de Dios de llevar a los hombres a la felicidad. Este mensaje estaba ya presente en la predicación de los profetas: Dios está cerca de los pobres y de los oprimidos y los libera de cuantos los maltratan. Pero en esta predicación, Jesús sigue un camino particular: comienza con el término “bienaventurados”, es decir, felices; prosigue con la indicación de la condición para ser ello; y concluye haciendo una promesa. El motivo de la bienaventuranza, es decir, de la felicidad, no está en la condición pedida – «pobres de espíritu», «afligidos», «los que tienen hambre y sed de justicia», «perseguidos»… – sino en la sucesiva promesa, de recibirlo con fe como don de Dios. Se parte de la condición de dificultad para abrirse al don de Dios y acceder al mundo nuevo, el «reino» anunciado por Jesús. No es un mecanismo automático, sino un camino de vida de seguimiento del Señor, por la cual la realidad de dificultad y de aflicción es vista en una perspectiva nueva y experimentada según la conversión que se actúa. No se es bienaventurado si no se ha convertido, en grado de apreciar y vivir los dones de Dios.
Me detengo en la primera bienaventuranza: «Felices los pobres de espíritu, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos» (v. 4). El pobre de espíritu es aquel que ha asumido los sentimientos y las actitudes de los pobres que en su condición no se rebelan, sino saben ser humildes, dóciles, disponibles a la gracia de Dios. La felicidad de los pobres – de los pobres de espíritu – tiene una doble dimensión: en relación a los bienes y en relación a Dios. En relación a los bienes, a los bienes materiales, esta pobreza de espíritu es sobriedad: no necesariamente renuncia, sino capacidad de gustar lo esencial, de compartir; capacidad de renovar cada día la maravilla por la bondad de las cosas, sin opacarse en el consumo voraz. Más tengo, más quiero; más tengo, más quiero: este es el consumo voraz. Y esto mata el alma. Y el hombre o la mujer que hacen esto, que tienen esta actitud “más tengo, más quiero”, no son felices y no llegaran a la felicidad. En relación a Dios es alabanza y reconocimiento que el mundo es bendición y que en su origen está el amor creador del Padre. Pero es también apertura a Él, docilidad a su señoría: ¡Él es el Señor, es Él el grande, yo no soy grande porque tengo muchas cosas! Es Él el que ha querido el mundo para todos los hombres y lo ha querido para que los hombres sean felices.
El pobre de espíritu es el cristiano que no confía en sí mismo, en sus riquezas materiales, no se obstina en sus propias opiniones, sino escucha con respeto y sigue con gusto las decisiones de los demás. ¡Si en nuestras comunidades existieran más pobres de espíritu, existirían menos divisiones, contrastes y polémicas! La humildad, como la caridad, es una virtud esencial para la convivencia en las comunidades cristianas. Los pobres, en este sentido evangélico, se presentan como aquellos que tienen despierta la meta del Reino de los cielos, haciendo entrever que éste es anticipado en germen en la comunidad fraterna, que prefiere el compartir al poseer. Esto quisiera subrayarlo: preferir el compartir al poseer. Siempre tener el corazón y las manos así, no así. Cuando el corazón es así, es un corazón cerrado: que ni siquiera sabe cómo amar. Cuando el corazón es así, va por el camino del amor.
La Virgen María, modelo y primicia de los pobres de espíritu porque totalmente dócil a la voluntad del Señor, nos ayude a abandonarnos a Dios, rico en misericordia, para que nos colme de sus dones, especialmente de la abundancia de su perdón.
(200)